Yoko Ono, la hija del océano
Cualquier día morirá, y con ella algunos secretos del Flower power, de los locos sixties y de los Beatles. Quien se esté preguntando qué ha sido de Yoko Ono o qué está haciendo ahora mismo deberá imaginarla sentada en una silla de ruedas, con 92 años cumplidos, con sus globosas gafas y su sombrero de ala ancha, mirando el cielo o escuchando el viento en su finca campestre cercana a Nueva York. Sola, siempre sola.
De la misma forma contemplativa y simbólica que hoy sigue disfrutando del campo, invitaba Yoko a pensar en la naturaleza y en la paz a su gran amor, John Lennon. Lo conoció en 1966, en la en Indica Gallery de Londres de John Dumbar, donde ella estaba montando su exposición Unfinished paintings. Una de sus ‘inacabadas piezas’ representaba una manzana. Lennon le dio un mordisco. Otra de sus obras era una tabla para clavar clavos. Lennon martilleó uno con la imaginación a cambio de cinco imaginarios centavos, y él y Yoko se fueron de la galería para compartir un tripi.
Lennon estaba casado con Cinthia, y tenía un hijo, pero Yoko (también con una hija, del productor Anthony Cox) le enviaba a diario postales con una palabra: Respira, Nubes, Amor. Eran completamente distintos, pero entre ellos fue surgiendo una curiosa amistad. Yoko le hablaba de la música electrónica, del dodecafonismo, de los sonidos naturales, y colaboró en la composición de Revolution. En contrapartida, Lennon compuso a su madre Julia, una canción que habla también de una ocean child (la traducción de Yoko es hija del océano). John dejó a Cynthia, oficializó su noviazgo con Yoko y la llevó a los estudios de Abbey Road para que conociera al resto del grupo.
Mientras McCartney, Harrison, Ringo y él mismo componían, Yoko tejía tapices o se sentaba como un buda sobre los amplificadores. El 20 de marzo de 1969 se casaba con Lennon en Gibraltar. Pasaron la noche de bodas en la misma suite del Rock Hotel donde, gracias a la influencia del embajador Juan Manuel Cabrera, Belén y yo pudimos alojarnos recientemente. De allí fueron a Ámsterdam, para recibir a los periodistas en la cama y protestar así contra la guerra de Vietnam. En 1975 nacería su hijo Sean. En 1980, el 8 de diciembre, a las 22.50 h, al entrar en su domicilio neoyorquino del edificio Dakota, en Central Park, Mark David Chapman disparó cinco tiros contra la espalda de John Lennon. Mientras el músico se desangraba en el suelo, el asesino abrió El guardián entre el centeno para leer unas páginas hasta que llegara la policía.
Libros Cúpula acaba de lanzar Yoko, unas memorias escritas por David Sheff, amigo personal de la artista. En ellas, Sheff nos cuenta otras muchas cosas sobre la mujer que en Inglaterra fue tildada de bruja. Que una extranjera hubiese arruinado el matrimonio de los Lennon y perturbado el talento de los Beatles (¿llegó, incluso, a separarlos?) con sus aullidos sonoros, arpegios experimentales, desnudos, performances y happenings fue más de lo que muchos críticos y fans pudieron soportar. Todavía hoy, para muchos, está ‘maldita’.
Hija de padres muy ricos, en la élite económica de Japón, Yoko descendía del legendario y poderoso clan Yasuda. Su padre era presidente de un banco. Su abuelo era el dueño. La niña se crio en un palacio, entre lujos, hasta que Tokio fue bombardeado en la II Guerra Mundial.
Era una niña extraña. Nada comunicativa y solitaria, sufriría en su adolescencia problemas tan graves que intentó suicidarse varias veces. Salió adelante gracias a vigilancias y terapias, y al consuelo de su amor por el arte. Su familia emigró a Estados Unidos. A finales de los cincuenta, Yoko era una joven universitaria que frecuentaba Greenwich Village, escuchaba a Miles Davis y tomaba copas con John Cage. Aquella libérrima comuna de artistas y su primer marido, un músico japonés, le animaron a organizar sus primeras exposiciones y conciertos. En uno de los shows aparecía sentada en el escenario con unas grandes tijeras al lado, invitando a los espectadores a que subieran y fueran cortando trozos de su ropa. En sus conciertos aullaba, gemía, pretendía representar con sus guturales gritos las torturas del dolor o los incendios del alma.
¿Genio o bluf? ¿Cenicienta o madrastra? ¿Hechicera o hada? En cualquier caso, una personalidad irrepetible.
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